“El humano tiene que sufrir un poco para valorar lo que tiene y no enfocarse en lo que le falta”

De 45 pasajeros del avión uruguayo caído en los Andes, solo volvieron 16. Sin alimento suficiente, ni ropa adecuada soportaron 72 días en la nieve. Uno de los sobrevivientes, Roy Harley, visitó hace días Paraguay, nos cuenta su historia.

Mi nombre es Roy Harley, de profesión ingeniero industrial. Soy uno de los uruguayos sobrevivientes de los Andes. Tenía 20 años cuando caímos en la cordillera.

Hace 51 años habíamos rentado un avión de la Fuerza Aérea Uruguaya para ir a jugar un partido de rugby con nuestros pares de Chile, ex alumnos de colegio. Partimos un 12 de octubre del año 1972.

Por el mal tiempo aterrizamos primero en Mendoza. Yo estaba desesperado porque eran cuatro días de viaje y ya perdía un día. Qué mala suerte tengo, decía. No sabía lo que me iba a pasar; ahí estaba vivo, tenía todo, pero me quejaba. A la mañana siguiente nos juntamos con los pilotos, se discutía que sí, que no, que volvemos a Montevideo. Y al final nos vamos hacia Chile.

Caída en la cordillera

El piloto decide viajar 300 kilómetros al sur paralelo a la cordillera. Ahí hay un cruce que se llama Planchón, que une las ciudades de Malagüe y Curicó. No hizo los cálculos de navegación, empezó a descender pensando que ya había llegado a Curicó, y no era así, estábamos descendiendo en el medio de la cordillera de los Andes, en uno de los puntos de montañas más grandes y cantidad de nieve.

Empezó a sentirse que los motores aceleraban a fondo cuando trataba de levantar la nariz, y ahí vino el impacto. Fue terrible.

Se partió la cola del avión, yo iba en la fila 12, y desde la 16 para atrás desapareció. Yo sentí un golpe y después el zumbido. Entraba nieve por todos los agujeros. Las aspas de las hélices al pegar contra las rocas de la montaña se quebraban y entraban como cuchillos perforando el fuselaje y lastimando a muchos de los compañeros. Con el impacto se arrancan del piso los asientos, cuyas patas de aluminio quedaban como cuchillos. Una masa de gente y asientos llegó a la mampara del piloto.

Luego se detuvo el avión. Me dio un pánico por si se prendía fuego y explote. Yo trato de saltar, tenía una de las piernas apretadas, eran mis compañeros que estaban abajo de esa masa de hierro. Hago una fuerza brutal y salgo.

Voy para afuera y estaba todo nublado, estaba shockeado, todo mojado con combustible. Veo sangre en la nieve, gente gritando, que se estaba muriendo, una desesperación. En ese momento ya había 18 compañeros muertos, desplazados, llevados por la nieve.

Atrapados en la nieve

Lo primero que se me pasó por la mente es cómo la vida cambia en un segundo. Un joven de 20 años que se llevaba al mundo por delante, que viajaba para jugar al rugby, de repente estaba parado a 4.000 metros de altura, sin tener ni idea de qué hacer. En Uruguay, la montaña más alta tiene 500 metros, nunca había visto nieve en mi vida, nunca había visto una persona muerta. Me encontraba ahí con una simple camisa, aunque el frío primero casi no lo sentí por la adrenalina.

Nos movíamos como animales, tratamos de ayudar a algunas personas atrapadas. En un pestañeo se hizo de noche, se levantó un viento terrible, nos metimos todos dentro del tubo de fuselaje, entre los hierros, entre los muertos, entre los heridos. No había luna, por lo cual era totalmente oscuro.

Para los que creemos que el infierno existe, yo esa noche viví el infierno, una de las peores cosas que pasé en mi vida; a mis pies tenía un chico que le faltaba un pedazo de carne. Pasamos toda la noche entre gente que gritaba de dolor. Sentíamos un frío terrible y la única forma de sacarse era abrazarnos y golpearnos.

En la mañana se disipó la tormenta, salió el sol, y ahí realmente pudimos ver qué nos pasó. Vimos volar a un avión, pensamos que ya venían a rescatarnos y nos pusimos a esperar. Pero nunca llegaron.

Yo estaba con el combustible en el cuerpo y sacaba lana del avión y me lo metía para tratar de abrigarme. Eso hizo una reacción química y me quemó. Me sacaba los pantalones y me salía humo y se me caía la piel. Lo único que podía hacer es pasarme nieve para tratar de calmar el dolor.

Trabajo en equipo

En el grupo aparecen chicos que trataba a los enfermos, estaban recién en los primeros años de medicina, pero tenían la vocación. Le llamábamos los doctores. Todos ayudamos haciendo vendas de camisas.

Teníamos mucha sed y comíamos nieve, que era peor porque nos quemaba la lengua. Después un chico empezó a poner chapas arriba del avión para hacer agua, que se nos volvía a congelar en la noche. A él lo llamábamos el inventor, porque siempre hacía cosas, como unos lentes protectores para los ojos, ante el efecto del sol en la nieve.

Y después apareció otro chico con una pequeña radio Spika, ese era yo, y me decían el ingeniero. Estaba recién en primero de la facultad. Pero estudiaba con un chico que era fanático de los equipos de música. Entonces, manipulé la pequeña radio como me enseñó y prendí. Primero se escuchaban solo interferencias. Luego salía temprano, a la mañanita, y ahí sintonizaba.

En la radio se hablaba mucho del avión uruguayo que cayó en la montaña y las búsquedas. Y así pasaban los días hasta que llegó el día 10 del accidente, y aparece una emisora uruguaya, El Espectador. Decía una frase que nunca voy a olvidar: “Hoy 23 de octubre se suspende toda la búsqueda del avión uruguayo caído en la cordillera de los Andes. En enero se reanuda la búsqueda de los cuerpos”.

Imagínense jóvenes perdidos en la nieve, con amigos muertos sin saber qué hacer y escuchan que no los buscan más. Fue terrible esa noticia, iniciaron los lamentos, la desesperación y se escuchó a un chico que dijo: “No nos importa, de ahora en más vamos a ser nosotros los que vamos a salir de esto”. Empezamos a ponernos en actitud desafiante, a ser activos, a organizarnos. Empezamos a limpiar el avión, sacamos todos los cuerpos y los pusimos todos juntos, sacamos todos los asientos para hacernos más lugar. Molíamos todos los asientos para sacar el tapizado y hacernos una manta para abrigarnos. Sacamos la goma espuma para hacer colchones. Era un equipo trabajando con un objetivo en común que era salir de ese infierno.

Recurrir a los cuerpos

Cada vez nos movíamos más lento, con menos energía. Solo teníamos dos barras de chocolate y tres potes de mermelada. Estamos en un glaciar de hielos eternos, lo único que había era hielo y rocas.

Tuvimos que tomar la decisión más grande que se tomó en la cordillera en la historia nuestra, que fue la única forma de sobrevivir. Usar los cuerpos de los amigos muertos como fuente de energía. Fue el paso para vivir. Hicimos un pacto entre todos, que si alguno de nosotros se moría nuestro cuerpo estaba a disposición del equipo.

Les pedimos a los compañeros, que le decíamos doctores, que se ocuparan de cortar la carne y distribuirla. No era fácil porque no tenían las herramientas. A partir de ahí teníamos nuevamente la energía, la motivación para salir.

En la montaña, con mis 20 años, yo tenía claro que no me quería morir. Me desesperaba pensar que mis padres y mis hermanos estaban llorando pensando que había muerto. Yo quería volver a casa.

Un nuevo golpe

A los 16 días del accidente había mucho viento, nos metimos temblando de frío dentro del avión, rotábamos de lugar donde nos sentábamos. Rezábamos el rosario con una gran fuerza y devoción, era el único cabo que nos quedaba, la única línea telefónica que podíamos tener.

Ese día se vino una avalancha. La nieve entró dentro del avión y tapó la mitad del fuselaje. Yo sentía ese ruido, pegué un salto, y pude sacar mi cabeza, y veo todo el avión tapado de nieve. Lo primero que pensé es que se murieron todos, y me entró una desesperación. Luego escuché unos gritos, empecé a tratar de liberarme como un gusano de ese agujero de la nieve, logro sacar los brazos, me pongo a escarbar desesperado con las manos, se me quemaban los dedos, veo las manos de chicos que salían, escarbo a toda velocidad, dejaba un hueco para que respiren, y sacaba a otro. Era una lucha contra el tiempo. Ya éramos más moviéndonos cuando sentimos un golpazo y fue una segunda avalancha.

Esa luz que entraba por la ventanilla del avión, que era cerca de las cinco de la tarde, se apagó y quedamos totalmente sepultados con cerca de tres metros de nieve arriba. Ahí aprendí que la nieve es permeable al oxígeno porque nosotros pudimos respirar. Pero en esa avalancha se murieron ocho personas más, entre ellos, mi íntimo amigo, con el que cinco minutos antes me había cambiado de lugar.

Expedición

Decidimos que debíamos salir cuanto antes de ese lugar peligroso. La primera expedición lo hicieron Antonio Vizintin (Tintín), Fernando Parrado (Nando) y Roberto Canessa. Primero salieron para el este, por el bajo, que era el lugar correcto. Pero a los dos días de caminar encontraron la cola del avión, donde estaban las baterías y pensaron que yo podía hacer funcionar la radio para pedir ayuda. Yo los traté de convencer de que de esa radio no sabía nada, pero insistieron y no tuve otra alternativa.

Saqué algunos elementos de la cabina del avión, lo pusimos en una valija y marchamos para la cola del avión, deslizándonos.

Bajar la montaña me llevó tres horas, subir, catorce horas. En la cola del avión encuentro mi valija, como la había hecho en casa, prolijita. Enterraba la cabeza en la ropa y respiraba profundo porque tenía el olor a mi casa. Estuvimos ocho días ahí y volvimos porque la radio no funcionó.

Cuando volvimos al avión, nos enteramos de que dos compañeros más se habían muerto por debilidad. Entonces ahí se decide hacer lo único certero que teníamos que hacia el oeste estaba Chile. Y entonces preparamos de vuelta a los tres más fuertes. Les dimos los mejores lugares para descansar, la mejor porción de comida. Del aislante térmico hicimos bolsas para que duerman en la nieve. Y un 20 de diciembre salieron tempranito, cargados en los vaqueros con nudos en los pies llevaban carne. Nos abrazamos, lloramos, les dimos fuerza.

Escalaron tres días para llegar a la cima, y nosotros lo veíamos como puntitos negros. Cuando llegaron arriba esperando ver los verdes valles chilenos solo se encontraron con picos y picos de montañas. Algo interminable.

Podían volver a bajar al avión, donde era nuestro refugio. Pero deciden caminar hasta morir. Enviaron de vuelta a Tintín para tener más comida y que nos avise que la cosa es mucho más difícil de lo que pensábamos.

Impresionante lo que hicieron Nando y Roberto después de 60 días viviendo en esas condiciones que estábamos, a Nando que se le muere la madre en el accidente, después se le muere la hermana en brazos, era imparable, quería salir y encontrarse con su padre. Eso es actitud, eso es coraje.

El regreso a casa

Diez días después de caminar, Roberto ve al otro lado del río a un arriero a caballo, pero estaba muy débil por una diarrea y le dice a Nando que corra, lo va guiando como control remoto, porque Nando perdió sus lentes y no veía bien. El arriero, Sergio Catalán, se detiene y los mira. Como no escuchaba por el caudal del río, le pasa una hoja y Nando escribe la famosa carta: “Venimos del avión uruguayo caído”. El hombre chileno le tira unos panes, y le dice que mañana vuelve. Cabalgó por horas hasta el puesto de carabineros. Primero nadie le creía, luego le mostró la carta.

Mientras, en la cordillera volvimos a prender la radio y escuchamos dos palabras que fue para nosotros de la muerte a la vida: Parrado y Canessa. ¡Lo lograron!, y ahí se dio nuestro rescate.

La experiencia en los Andes deja varios aprendizajes: valorar el momento que vivimos, trabajar con pasión hace que te respeten, no esperar ayuda de afuera, encarar los problemas paso a paso, valorar las pequeñas grandes cosas que tenemos, no subestimar a los demás ni a nosotros mismos, no quejarnos; actuar y mantener la esperanza. Soñar.

UH