Magia de Navidad

No dejará el mundo de girar. Tampoco va a cesar la muerte de doler, ni mucho menos va a dejar el sol de alumbrar.
No vamos a pretender, amiga mía, levantarnos con la resaca amarga tras la farra de Nochebuena, abrir el diario con gestos aún somnolientos, para encontrarnos con la sorpresa de que este 24 de diciembre no hubo una sola denuncia de corrupción, que la calle se quedó vacía de tristezas, o que en una esquina la violencia se cansó de esperar.
No, mi querida amiga. Ningún viento fantástico llegará desde otro mundo a llevarse para siempre la estremecida soledad de tantos niños y niñas que piden monedas junto a los semáforos, ni borrará el rictus amargo de los recicladores que recorren las calles desoladas de la ciudad, hurgando en medio de la basura para obtener algo que comer.
Ningún personaje de cuentos de hadas va a sobrevolar en trineo las periféricas villas del Bañado, derramando lluvias de felicidad sobre los precarios hogares de hule y cartón, por más que los spots comerciales navideños insistan en vendernos esa imagen de fantasía.
No, amiga del alma. No te puedo prometer que se va a terminar así nomás la miseria, ni que la milenaria angustia de nuestro pueblo se va disipar como el rocío de la mañana.
Lo más probable es que al trasponer la puerta estará, como siempre, acechando la injusticia.
¿Para qué engañarnos? No va a suceder absolutamente nada extraordinario.
O quizás sí…
Porque, verás… a pesar de todo el dolor y de toda la frustración cotidiana, a pesar de los engaños de los políticos y de la traición de los gobernantes, a pesar del estrés y del cansancio, de los golpes profundos y las heridas secretas… alguien va venir.
Sí. Alguien va a venir, como si nada, a dejarte una cálida expresión de cariño (un abrazo, un obsequio, un apretón de manos, una sonrisa…) y con palabras tan simples, tradicionales y sinceras, te va decir: ¡Feliz Navidad!
Y entonces verás cómo se te va desordenar la lógica. Y en ese preciso instante, desde muy adentro, el alma te hará la maravillosa revelación de que en todo este tiempo de angustias y desencantos, de mentiras y sobresaltos, de conspiraciones y masacres, de tormentas y raudales, de protestas populares y garroteadas, no hubo mala noticia capaz de asesinar nuestra ternura, ni politiqueros o delincuentes que pudieran resecar nuestra alegría.
Que estaremos aquí, rotos pero enteros, golpeados pero dignos, con las lágrimas y la risa aún vivas, levantando nuestras copas a la luz de las estrellas, convencidos de que mañana, siempre, siempre, será otro día.
¿Por qué?… pues porque uno descubre, amiga querida, que esa es la verdadera magia de la Navidad: El milagro tan simple de que, por encima de toda la aflicción y de toda la tristeza, hay un Dios obstinado y siempre niño, que por nada del mundo quiere dejar de nacer entre los más humildes y desheredados de la tierra, ni dejar de estar presente hasta en las más pequeñas historias cotidianas.
Un Dios que nos dice, que nos asegura, que él va estar naciendo siempre (a contraviento, a contramuerte) porque nada tiene tanto valor como la vida, ni nada es tan eterno como la esperanza.
(La primera versión de este texto la escribí en Lima, Perú, en vísperas de la Navidad de 1986 y fue publicada originalmente en el quincenario Signos, editado por el Centro Bartolomé de las Casas – Rímac, donde tuve la alegría y satisfacción de trabajar en esa época, en experiencias de comunicación popular. Posteriormente rescaté el escrito, adaptándolo a la realidad paraguaya, y lo publiqué en Última Hora. Perdido entre tantos papeles viejos, hasta ahora no lo había alzado en el blog, ni lo había difundido en versión digital. Ante el reiterado reclamo de mi querida amiga y lectora Roxy Alvarez, quien se ha tomado el trabajo de copiarlo y difundirlo a partir de su propio archivo, asegurando ella que es mi mejor texto sobre la Navidad, aquí lo rescatamos y lo compartimos).andres colman gutierrez